La sombra del fotógrafo

Tatiana Abellán

 

La sombra del fotógrafo es un trabajo de apropiacionismo estricto que reúne un gran número de fotografías de autores desconocidos que comparten el hecho de retratar al hacedor de la imagen como sombra, como presencia fantasmagórica de especial relevancia en la instantánea. El proyecto, en proceso, está formado por cerca de quinientas pequeñas fotografías encontradas de finales del siglo XIX y principios del siglo XX, procedentes en su mayor parte de Europa y Estados Unidos. La idea es seleccionar las imágenes más destacadas de este archivo que llevo confeccionando desde el año 2012 y crear un fotolibro a partir de él.

El proyecto surge como un excedente de Fuisteis yo, un trabajo personal que he ido desarrollando en los últimos cinco años, en el que construyo una especie de álbum personal basado en una memoria subjetiva y por el que aquellas fotografías que me punzan en sentido barthesiano son borradas químicamente, prácticamente en su totalidad, dejando apenas una marca de su existencia, de lo que fueron, de su transfiguración de objetos detonantes de la memoria a representaciones del olvido más crudo, de la fragilidad de la vida.

Fuisteis yo ha ido dejando al margen un archivo de imágenes imborrables, de imágenes pese a todo, de imágenes que compensaban lo iconoclasta del proyecto. La mayor parte de esas fotografías tienen en común el hecho de que el autor, el sujeto, ha quedado retratado a través de su sombra, quiero pensar que de manera casi siempre azarosa. Esa presencia en la ausencia resume lo que se puede entender tradicionalmente la fotografía; que es a su vez la sombra de la realidad de la que habla Sontag. La sombra es un error, un fallo de fotógrafos amateur que sin embargo abre una brecha a la imaginación, a lecturas infinitas. Muestra lo que normalmente está oculto. Dice Foncuberta, en este sentido, que la ingenuidad de los fotógrafos ocasionales ha sido una fuente inagotable de sorprendente belleza, de la que el fotoálbum ha constituido un contenedor distinguido. De hecho, bastantes de estas fotografías aún conservan en su reversa restos de la cartulina negra en la que estuvieron pegadas.

Se trata ahora de pasar del álbum familiar al fotolibro, de volver a esa transgeneracionalidad de los primeros álbumes, cuando las fotografías eran privadas, que se opone a la individualidad de los álbumes contemporáneos, al ego de la era Instagram. El fotógrafo queda retratado a partir de su sombra en fotografías grupales. Es la mirada de esa persona la que vemos. Ha quedado excluido pero está ahí, reflejado en ocasiones sobre las personas mismas, reivindicándose, construyendo una nueva narratividad. En esas sombras estoy yo. Estamos todos. Está la fotografía.

 

La fotografía como sombra. Los vínculos entre la fotografía y la muerte.

Como es bien conocido, según narra Plinio, la pintura nació del impulso de inmortalizar, de retener a un amado que debía marcharse a la guerra, y por el que una joven trazó el contorno de su rostro en una pared, con la ayuda de la luz de una vela. Esa sombra, esa silueta ya no es la demostración de que su amado está ahí, sino más bien el recuerdo de que en algún momento estuvo allí. Se trata, entonces de un índice, en un sentido muy parecido a lo que sería la fotografía más tarde. Recordemos que representar es hacer presente lo ausente. La imagen tiene la función de aliviar la ausencia, de facilitar el duelo. Sobre la importancia de la sombra en el origen de la pintura es determinante el ensayo de Stoichita, Breve historia de la sombra[1].

Para los griegos morir era perder la vista; lo que para nosotros es “el último suspiro” era para ellos ofrecer “la última mirada”. En la Grecia clásica, a la que debemos gran parte de nuestros conceptos, al menos etimológicamente, la vista era el sentido primordial, por eso hemos de citar en extenso a Debray cuando afirma que:

Ídolo viene de eidôlon, que significa fantasma de los muertos, espectro, y sólo después imagen, retrato. El eidôlon arcaico designa el alma del difunto que sale del cadáver en forma de sombra intangible, su doble, cuya naturaleza tenue, pero aún corpórea, facilita la figuración plástica. La imagen es la sombra, y sombra es el nombre común del doble”[2].

No es tampoco asunto baladí la etimología de imagen, como recuerda Gubern: “al fin y al cabo imago significó primero, en el latín arcaico, aparición, fantasma y sombra, antes de convertirse en copia, imitación y reproducción”[3]. En la sombra está implícito lo corporal. El hombre la proyecta sobre la tierra, creando una imagen inmediata de sí mismo. Aunque, lo que nos ha de importar, a fin de cuentas, es que la sombra es equidistante tanto de la muerte como de la imagen. La sombra dio lugar al primer retrato, inaugurando el género pictórico, y lo hizo como forma de contención contra la muerte.

Las imágenes son nómadas de los medios, se pueden originar y presentar de mil maneras distintas, pero la cuestión de la imagen se hace aún más complicada en el caso de la fotografía, pues el medio, la técnica y el resultado son propicios a confundirse.

De alguna manera todos intuimos que un cuadro no es el mismo tipo de imagen que una fotografía, por eso diré con Régis Debray que una de las mayores diferencias estriba en que: “la pintura procede del icono, y la foto del indicio”[4]

En un origen la fotografía asimiló a la pintura, porque, además, la mirada fotográfica ya se había preparado con la pintura. Para Barthes, unos de los filósofos de la fotografía más importantes, ésta siempre ha estado, y de alguna forma siempre estará, atormentada por el fantasma de la pintura, pues: “la Fotografía ha hecho de la Pintura, a través de sus copias y de sus contestaciones, la Referencia absoluta y paternal, como si hubiese nacido del Cuadro”[5]. Corrobora esta idea Susan Sontag cuando afirma que a pesar de que podemos convenir que la cámara no sólo capta la realidad, sino que también la reinterpreta; “las fotografías son una interpretación del mundo tanto como las pinturas o los dibujos”[6].

Según nuestra hipótesis, cada historia de los medios se corresponde con una historia de la mirada, con una forma de mirar, y la manera de leer una imagen depende en gran medida del medio en que esta esté soportada, y requerirá de práctica y de conocimientos previos para poder ser entendida. Es este también el anhelo de Barthes: “yo quisiera una Historia de las Miradas. Pues la Fotografía es el advenimiento de yo mismo como otro: una disociación ladina de la conciencia de identidad”[7]. Curiosamente, antes de la aparición de la fotografía se asimilaba más el doble en una representación que ahora, aunque es bien conocida la comparación de Susan Sontag de la fotografía con el mito de la caverna de Platón y las sombras.

Inmediatamente después de su invención, en 1839, la fotografía, consigue alterar nuestra percepción, así como la noción de lo que merece ser observado al crear un nuevo código visual. Apunta Sontag en este sentido que las fotografías “son una gramática y, sobre todo, una ética de la visión”[8].

Pero en la fotografía se hace evidente una diferencia radical con la cuestión no menos importante; el tiempo. Una fotografía, o instantánea, detiene, congela el tiempo, atestigua su disolución, y ofrece una impresión de un momento exacto, en menos de un segundo, por regla general. Existe una doble llamada al tiempo, al de producción, y al tiempo que la imagen nos ofrece, y que ya forma parte del pasado irremediablemente.

Vivimos tiempos nostálgicos, y la fotografía es un medio que promueve este sentimiento, llevándonos continuamente hacia el pasado. Afirma Sontag que “la fotografía es un arte elegíaco, un arte crepuscular”[9]. La fotografía es un arte elegíaco porque registra los lugares, las personas y las cosas antes de que desaparezcan. Definitivamente, defiendo la idea de Sontag de que “todas las fotografías son memento mori. Hacer una fotografía es participar de la mortalidad, vulnerabilidad, mutabilidad de otra persona o cosa”[10].

Por otra parte, hemos de admitir que no hay nada más falso que una fotografía, pero, como ya se ha dicho en reiteradas ocasiones, en ella reside el mayor peligro, pues a pesar de ser lo más alejado de la realidad contiene siempre la ventaja de la verosimilitud. Pero la representación de la realidad que ofrece una fotografía siempre oculta más de lo que muestra. Es el momento de decir  con Susan Sontag que “el fotógrafo no es solo la persona que registra el pasado sino la que lo inventa”[11]. Hoy sabemos que la fotografía no es capaz de mostrar la realidad del mundo, pero hubo un momento, en la Modernidad, en el que se creyó que sí era posible y todas las esperanzas fueron depositadas sobre ella. Hoy pagamos las consecuencias.

En cualquier caso, no es posible hablar de los vínculos entre la fotografía y la muerte, que es lo que realmente nos interesa, sin tener en cuenta las tesis de Roland Barthes. Su última obra, La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía, publicada en 1980, el mismo año de su muerte, es una referencia obligada para el estudio de la imagen fotográfica. En ella, la relación entre la imagen fotográfica, el pasado, y especialmente la muerte cobra tal relevancia que el libro pasa de ser un trabajo sobre la fotografía a una reflexión acerca de la muerte, pues para Barthes, lo que se ampara en la fotografía, independientemente del tema, es la muerte.

Cuando Barthes se dispone a reflexionar acerca de la fotografía deja claro desde el primer momento que su acercamiento va a ser subjetivo, pues él considera precisamente que el error había estado hasta ese momento en querer hablar de la imagen fotográfica en abstracto, sin acudir a los ejemplos concretos, o más bien a los sentimientos que esas imágenes podrían promover. Para él, el cuerpo, los movimientos personales son determinantes para entender la Fotografía, por eso al erigirse como mediador, en sus propias palabras, declara: “heme, pues, a mí mismo como medida del “saber” fotográfico. ¿Qué es lo que sabe mi cuerpo sobre la fotografía?”[12]. Solamente así, cuando el sujeto se introduce en la ecuación, es posible testar las posibilidades de la Fotografía, y sólo así quedan claramente diferenciados el Operator, y el Spectator – fotógrafo y el espectador–. El Spectrum, por el contrario, es el certero nombre que recibe el referente, aquello que se ha fotografiado, porque para Barthes conserva la misma raíz que espectáculo, pero a la vez “le añade ese algo terrible que hay en toda fotografía: el retorno de lo muerto”[13]. En consecuencia, la fotografía nos representa a medio camino entre sujetos y objetos, y ese devenir objeto supone para Barthes una microexperiencia de la muerte: “me convierto verdaderamente en espectro”[14]. La fotografía tiene la capacidad de convertir al representado en Todo-Imagen, en “la Muerte en persona”[15].

Para el filósofo, esa presencia de la muerte en la fotografía es uno de los rasgos que la hacen tan atractiva, pero que también requiere de una animación. El Spectator ha de decodificarla; hacerla revivir, una vez la tiene en frente. La fotografía “me anima y yo la animo”[16]. Así, para Barthes, las fotografías más interesantes con aquellas que, después de ser animadas, provocan una herida. Y esa herida sólo puede ser inducida cuando el Punctum atraviesa el Studium de la imagen fotográfica.

A pesar de ser prácticamente aceptados por la totalidad de los críticos y teóricos, y tan sumamente conocidos que Michael Fried[17] ha llegado a firmar que se pueden equiparar al concepto de aura de Benjamin, hemos de recordar brevemente en qué consiste estos elementos indispensables para que una fotografía funcione. El studium supone que hay en la fotografía una dedicación especial, un cuidado interés que hace que entendamos la imagen. Pero sin la presencia de un punctum, un elemento que sea capaz de gritar, de herir, esa fotografía, por muy compleja y correcta que sea, será unaria, trivial, insuficiente; ineficaz. La peculiaridad es que el punctum suele ser de carácter plenamente subjetivo, pues lo que a uno le punza depende en gran medida de sus vivencias, sus recuerdos y su situación. Es por eso que citar ejemplos de punctum puede ser, en cierto sentido, desnudarse. Sin embargo no puede ser buscado por el fotógrafo, sino que ha de ser descubierto por el espectador, de lo contrario dejaría de tener la capacidad de herir, y pasaría a ser studium. Barthes va más allá cuando resuelve: “lo que puedo nombrar no puede realmente punzarme”[18]. Podríamos decir, entonces, que se trata de un juego entre trivialidad y singularidad.

La segunda mitad de La cámara lúcida la dedica Barthes a hablar de la Foto del Invernadero, una foto de su madre recientemente fallecida, tomada cuando ella contaba solamente con cinco años de edad, y que para él supone la imagen que mejor la representa. Sólo en esa fotografía conseguía reconocerla; reencontrarla. Apunta Barthes que “los griegos penetraban en la Muerte andando hacia atrás: tenían ante ellos el pasado”[19]. Únicamente al proceder del mismo modo, al remontarse atrás en el tiempo, él la había encontrado tal y como la recordaba, en su esencia. Encontrar a su madre en la Foto del Invernadero, imagen que nunca nos muestra pues no podríamos leerla correctamente, supuso para el autor, resolver, a su manera, la Muerte. Y poder comenzar el necesario proceso de duelo.

Sin embargo, más adelante, el filósofo francés descubre otro tipo de punctum metafórico que atraviesa la imagen fotográfica, y que ya no es depende de la forma, sino que se deriva de la comprensión de que la persona representada en la foto, pues ésta, o bien ha muerto ya, o bien va necesariamente a morir. Este segundo punctum es, entonces el tiempo. Toda foto es catastrófica en el sentido que nos presenta algo que ya no es o que va a dejar de ser, literalmente: “Este nuevo punctum, que ya no está en la forma, sino que es de intensidad, es el Tiempo, es el desgarrador énfasis del noema (“esto-ha-sido”), su representación pura”[20]. Es de nuevo el tiempo un concepto tan estrechamente unido a la fotografía que la acercará a la muerte un poco más. Recordemos que el concepto de eternidad sólo puede surgir porque existe la muerte.

Al respecto de este nuevo punctum, aclara Fried en su libro El Punctum de Roland Barthes, que “el Tiempo, en el sentido barthesiano del término, funciona como punctum precisamente porque ni el fotógrafo ni nadie pueden percibir el sentido que se desprende de lo ya pasado, de lo histórico, en el presente[21]. Por eso entiende Fried lo terrible que conlleva ver una fotografía de unas niñas señalando un aeroplano; una imagen aparentemente llena de vitalidad que se ve truncada, atravesada, por el pensamiento de que es más que probable que en el momento en que se observa la fotografía éstas estén ya muertas. Corrobora esta misma idea Susan Sontag: “las fotografías declaran la inocencia, la vulnerabilidad de las vidas que se dirigen hacia su propia destrucción, y este vínculo entre la fotografía y la muerte lastra todas las fotografías de personas”[22].

Por eso concluye Fried que “el punctum de la muerte está latente en las fotografías contemporáneas para brotar de ellas (…), por medio del inexorable paso del tiempo”[23]. Sin embargo, defiende que en Barthes hay una cierta contradicción cuando justifica la unicidad absoluta de una foto en concreto, la del Invernadero, para más tarde asegurar “que todas las fotografías, más allá del tema que traten, son potencialmente portadoras del punctum del tiempo y de la muerte”[24]. Para Fried, esta contradicción deriva de la hiperbólica afirmación de Barthes de que “la sociedad moderna ha hecho de la fotografía precisamente un medio para “nivelar” la muerte”[25].

A partir de la Foto del Invernadero, señala Michael Fried que, “Barthes se centra sobre la relación, tal y como él la entiende, entre la fotografía y el pasado y más allá, entre la fotografía y la muerte”[26]. Pero ha de quedar claro que esta alusión a la muerte llega por dos vías. La primera de ellas hace referencia a la futura muerte del sujeto fotografiado, si no lo estuviera ya, y en segunda instancia alude a “la muerte futura de un espectador particular, el propio Barthes”[27]. Quizá en este anuncio de una muerte inminente al que nos enfrenta la imagen fotográfica se encuentre lo terrible de la imagen. Independientemente de que la fotografía ya sea una sombra, un espectro; la muerte en sí misma, esta, además, por su naturaleza, nos invita a plantearnos cuestiones acerca de nuestra propia existencia, de la finitud. La fotografía hace de espejo y, a poco que nos detengamos a observar, nos devuelve el reflejo de nuestra propia muerte. Por eso afirma Barthes “hay siempre en ella [la fotografía] ese signo imperioso de mi muerte futura”[28]. Por muy aferrada que esté una fotografía al mundo de los vivos, siempre interpela al espectador, siempre le anima a preguntarse por su propia muerte, digámoslo ya; toda fotografía es un memento mori.

          Las fotografías tienen la capacidad de transformar el pasado y alterar la percepción del presente. A pesar de todos los discursos acerca de la pérdida de poder de las imágenes, lo cierto es que éstas nos siguen fascinando, y, como descubre Sontag, esa fascinación “ejercida por las fotografías es un recordatorio de la muerte, también es una invitación al sentimentalismo”[29].

            Finalmente, para terminar de cerrar el círculo de los vínculos entre la fotografía y la muerte, Barthes alude a la relación antropológica de ambas al afirmar que la primera ha de tener necesariamente algo que ver con la crisis de la muerte, que como sabemos aparece en la segunda mitad del siglo XX. No deja de ser sorprendente como Roland Barthes ve en la fotografía el sustituto de una muerte, ritos y duelos ausentes, hasta el punto que llama agentes de la muerte a los jóvenes fotógrafos que van capturando el mundo con sus cámaras, intentando asumir la muerte de manera más o menos consciente. Es necesario respetar sus palabras textuales en este punto:

“Pues es necesario desde luego que, en una sociedad, la Muerte esté en alguna parte; si ya no está (o está menos) en lo religioso, deberá estar en otra parte: quizás en esa imagen que produce la Muerte al querer conservar la vida. Contemporánea del retroceso de los ritos, la Fotografía correspondería quizá a la intrusión en nuestra sociedad moderna de una Muerte asimbólica, al margen de la religión, al margen de lo ritual, como una especie de inmersión brusca en la muerte literal”.

La popularización de la fotografía, entonces, es la responsable de la aparición de una Muerte llana.

Susan Sontag hacía un análisis parecido, y a colación de cómo la guerra y la fotografía se estaban volviendo inseparables a finales de los setenta y explica que “una sociedad que impone como norma la aspiración a no vivir nunca privaciones, fracasos, angustias, dolor, pánico, y donde la muerte misma se tiene no por algo natural e inevitable sino por una calamidad cruel e inmerecida, crea una tremenda curiosidad sobre estos acontecimientos”[30]. Por una extraña inversión a veces somos más vulnerables a las fotografías que a los propios hechos en sí.

Pero Barthes y Sontag no serán los únicos que detecten los vínculos entre la fotografía y la muerte; es tal el convencimiento de Régis Debray en los fuertes lazos entre la muerte y la imagen que ha llegado a afirmar taxativamente que mientras haya muerte habrá esperanza-estética. Aunque los medios no tengan asegurada su supervivencia, la necesidad de representación del mundo sí está garantizada. Y en esa necesidad de inmortalizar el mundo siempre estará presente la muerte como concepto inspirador debido a su carácter rupturista. El hombre siempre buscará estabilizar por medio de la representación aquello que más le perturba; y aquí se suele hallar la muerte. Por eso, apunta Debray, “si la muerte está al principio, se comprende que la imagen no tenga fin”[31].

 

[1]   STOICHITA, Victor I., Breve historia de la sombra, Ediciones Siruela, Madrid, 1999.

[2]   DEBRAY, Régis, Vida y muerte de la imagen. Historia de la mirada en occidente, Paidós, Barcelona, 2002. p. 21.

[3]   GUBERN, Román, Patologías de la imagen, Anagrama, Barcelona, 2004, p. 333.

[4]   DEBRAY, Régis, p. 228.

[5]   BARTHES, Roland, La cámara…, Op. Cit., pp. 70-71.

[6]   SONTAG, Susan, Sobre la fotografía, Debolsillo, Barcelona, 2011, p. 17.

[7]   BARTHES, Roland, La cámara lúcida. Notas sobre la fotografía, Paidós Comunicación, Barcelona, 1999.p. 44.

[8]   SONTAG, Susan, Sobre la…, Op. Cit., p. 13.

[9]   Ibíd., p. 25.

[10] Ibíd., p. 25.

[11] Ibíd., p. 73.

[12] BARTHES, Roland, La cámara…, Op. Cit., p. 38.

[13] Ibíd., p. 39.

[14] Ibíd., p. 46.

[15] Ibíd., p. 47.

[16] Ibíd., p. 55.

[17] FRIED, Michael, El Punctum de Roland Barthes, Cendeac, Murcia, 2008.

[18] BARTHES, Roland, La cámara…, Op. Cit., p. 100.

[19] Ibíd., p. 127.

[20] Ibíd., pp. 164-165.

[21] FRIED, Michael, El Punctum…, Op. Cit., p. 40.

[22] SONTAG, Susan, Sobre la…, Op. Cit., p. 76.

[23] FRIED, Michael, El Punctum…, Op. Cit.,, p. 42.

[24] Ibíd., p. 42.

[25] Ibíd., p. 42.

[26] Ibíd, pp. 37-38.

[27] Ibíd., p. 38.

[28] BARTHES, Roland, La cámara…, Op. Cit., 168.

[29] SONTAG, Susan, Sobre la…, Op. Cit.,  p. 76.

[30] Ibíd., p. 163.

[31] DEBRAY, Régis, Vida y muerte…, Op. Cit., p. 36.