La imagen que resta

Tatiana Abellán

 

La imagen que resta es la imagen que falta, la que sustrae, pero también es la que queda, la que permanece. El proyecto de investigación y creación La imagen que resta invita a una reflexión acerca de la estrecha relación entre la fotografía y el paso del tiempo, entre autorrepresentación y memoria, entre la imagen y la muerte, y lo hace mediante la apropiación, el borrado y mutilación de fotografías encontradas, que son transferidas a cristales de gran formato, para intentar hacer ver aquello que no está, o que no es visible. El resto, adherido a diferentes papeles de lija que han arañado la imagen, que la han convertido en una presencia frágil y espectral, se presenta a modo de friso degradado, delimitando el espacio expositivo como si la materialidad de lo excesivo anclara lo real.

 

La imagen que me falta

 Cuando nací, el comentario que más se repitió fue el increíble parecido que presentaba con mi bisabuela paterna, muerta en la treintena debido a la gripe española; la gripe del dieciocho. Mi bisabuela materna, y madrina, así me lo aseguraba. Con el tiempo entendí que los afectos que la gente sentía hacia esa persona de alguna forma me estaban siendo transferidos, especialmente el de mi abuelo, que había perdido a su madre a los dos años. Sin embargo, yo nunca he podido ver ninguna fotografía de ella. Imagino que alguna se habría hecho en vida, pero yo he sido incapaz de localizarla. Hace tiempo que la incertidumbre y un extraño sentimiento de pérdida se enfrentan al miedo de dar con esa imagen y que finalmente me decepcione, al no reconocerme en ella. La imagen que me falta es la que nunca tuve.

La traumática pérdida del archivo fotográfico de mi estancia en Roma dio lugar al proyecto Fuisteis yo, mediante el que durante los últimos años he intentado construir una suerte de álbum personal basado en la apropiación, buscándome, o más bien inventándome, a mí misma, en unas fotografías que han sido borradas químicamente, parcial o totalmente. La mutilación de estas imágenes, su conversión a estado líquido, su forzado y acelerado proceso de desaparición reclaman la atención sobre la naturaleza de la memoria y la continua presencia de la muerte.

 

Deshacer la imagen para hacer memoria

En La imagen que resta me he propuesto investigar acerca de cómo lo ausente es lo que está verdaderamente presente, cómo lo que se ha ido, o nunca hemos tenido, es lo que nos ocupa. Retomando la idea de buscar la memoria propia a través de la memoria colectiva, y trabajando a partir de imágenes encontradas, ajenas a mi familia y realizadas siempre con anterioridad a mi nacimiento, las manipularlo para evidenciar un paso del tiempo acelerado, una erosión, un desgaste progresivo que incomode y facilite una reflexión sobre la fragilidad de los recuerdos, las relaciones interpersonales y el advenimiento de la muerte.

La pieza principal del proyecto consiste en una instalación en la que dos fotografías originales del finales del siglo XIX han sido transferidas a sendos cristales de gran formato. El proceso de transferencia de la imagen implica el deterioro de la misma y dificultará su legibilidad, dotándola a su vez una transparencia y fragilidad evidentes. De las imágenes ha sido sustraída la parte orgánica: el papel, y se ha conserva únicamente la parte inorgánica de la misma: la emulsión fotográfica. Dicha emulsión, en forma de lámina, es adherida a una nueva superficie inorgánica, de origen mineral: el cristal.

El proceso de eliminar lo orgánico de las fotografías, la pulpa, la celulosa, así como su leve destrucción, suponen una segunda muerte para esas imágenes, que ya habían quedado huérfanas al perder su función principal; el recuerdo. El cristal, por otra parte, incide en su debilidad y cuestionan su conservación. Finalmente, el papel sobrante retirado mediante el proceso de abrasión directa de las fotografías originales, se presenta en forma de polvo, de resto adherido a cientos de lijas.

 

El resto, lo espectral, la muerte.

De sobra son conocidas las teorías que relacionan el nacimiento de la imagen con la muerte y, más aún, las que sellan la doble relación de la fotografía con ésta. Hans Belting, Régis Debray y Roland Barthes, en un plano más semiótico, han abordado en extenso estas cuestiones. La fotografía remplaza al muerto, lo representa, y es su vez la muerte en sí, pues detiene un instante que no volverá a ser. Escribe Fernando Castro Flores que para Benjamin la fotografía mantiene el culto al recuerdo de los seres queridos o desaparecidos, y que “en la fotografía se encuentra el resto de una experiencia que, rodeada por el silencio, reclama un nombre, pero, sobre todo, algo imposible, la vida del que estuvo aquí y sólo puede recobrarse si se asume que su lugares ahora éste[1]. Los restos, el desecho, el excedente es lo que condensa el significado, al que se le añade la dimensión corporal.

Para Barthes, el Spectrum, es el certero nombre que recibe el referente, aquello que se ha fotografiado, porque conserva la misma raíz que espectáculo, pero a la vez “le añade ese algo terrible que hay en toda fotografía: el retorno de lo muerto”[2]. En consecuencia, la fotografía nos representa a medio camino entre sujetos y objetos, y ese devenir objeto supone para Barthes una microexperiencia de la muerte: “me convierto verdaderamente en espectro”[3]. La fotografía tiene la capacidad de convertir al representado en Todo-Imagen, en “la Muerte en persona”[4]. Así, las fotografías de La imagen que resta son doblemente espectrales, y además, dada su escala, funcionan literalmente como espejos.

Quizá en este anuncio de una muerte inminente al que nos enfrenta la imagen fotográfica se encuentre lo terrible de la imagen. Independientemente de que la fotografía ya sea una sombra, un espectro; la muerte en sí misma, esta, además, por su naturaleza, nos invita a plantearnos cuestiones acerca de nuestra propia existencia, de la finitud. La fotografía hace de espejo y, a poco que nos detengamos a observar, nos devuelve el reflejo de nuestra propia muerte. Por eso afirma Barthes “hay siempre en ella [la fotografía] ese signo imperioso de mi muerte futura”[5]. Por muy aferrada que esté una fotografía al mundo de los vivos, siempre interpela al espectador, siempre le anima a preguntarse por su propia muerte, digámoslo ya; toda fotografía es un memento mori.

Pero Barthes y Sontag no serán los únicos que detecten los vínculos entre la fotografía y la muerte; es tal el convencimiento de Régis Debray en los fuertes lazos entre la muerte y la imagen que ha llegado a afirmar taxativamente que mientras haya muerte habrá esperanza-estética. Aunque los medios no tengan asegurada su supervivencia, la necesidad de representación del mundo sí está garantizada. Y en esa necesidad de inmortalizar el mundo siempre estará presente la muerte como concepto inspirador debido a su carácter rupturista. El hombre siempre buscará estabilizar por medio de la representación aquello que más le perturba; y aquí se suele hallar la muerte. Por eso, apunta Debray, “si la muerte está al principio, se comprende que la imagen no tenga fin”[6].

La iconoclastia de La imagen que resta es ficticia, es una iconoclastia cercana a la que propone Baudrillard, una iconoclastia que aparentemente destruye las imágenes, que plantea otras en las que no hay mucho que ver, pero que no es más que una estrategia para describir una dependencia de las mismas. La imagen que resta es la imagen que falta, la que arrebata; pero también es la que queda, la que permanece. La imagen que resta es la imagen que no existe y es también la más importante; la que está por llegar.

 

[1]   CASTRO FLORES, Fernando, En el instante del peligro. Postales y souvenirs del viaje hiper-estético contemporáneo, Micromegas, Murcia, 2015, p. 209 y 210.

[2]   BARTHES, Roland, La cámara lúcida. Notas sobre la fotografía, Paidós Comunicación, Barcelona, 1999, p. 39.

[3]   Ibíd., p. 46.

[4]   Ibíd., p. 47.

[5]   Ibíd., p. 168.

[6]   DEBRAY, Régis, Vida y muerte de la imagen. Historia de la mirada en occidente, Paidós, Barcelona, 2002, p. 36.