La conceptualización como estrategia

Fernando Vázquez Casillas

 

Es obvio que hoy en día está superada cualquier estrategia de apropiación ética, estética, física o subversiva en el mundo del arte. Como consecuencia de ello los artistas se sienten libres en el uso de recursos, no teniendo límites en su trabajo. Estas trascendentales premisas hay que tenerlas muy presentes para comprender, sin tabúes, la obra de Tatiana Abellán; autora que incluye en sus últimos ejercicios fotografías de familias desconocidas como elemento fundamental para la construcción de sus piezas –en las que, como veremos, el proceso final (el objeto exponible) es tan sólo una parte de toda su reflexión procesual–.  Así pues, Tatiana realiza un acto de introspección que comienza con la propia elección del material; en este caso concreto, fotografías de sujetos ajenos a su propia vida. No se trata de una simple apropiación de imágenes pues, como comprobamos, la artista sobrepasa el concepto de uso objetual para introducirse en el uso sentimental. Y es que necesita sentirse identificada con los documentos gráficos que va a utilizar (la autora ha de tener la certeza de que su «yo» se encuentra en ellos), suceso que propicia el vínculo directo con el objeto, con lo que el elemento deja de ser extraño para ella y se convierte en personal.

Una vez seleccionada la imagen, o dispositivo de partida, desarrolla toda una suerte de intervenciones en las lal. Y es que las necesita sentifpasa el concepto de uso para objetual para pasar a uso sentimental. Y es que las necesita sentique, más que de una usurpación tradicional (aquélla que conlleva la legitimación de uso o manipulación posterior ideológica o física), se trata de una resurrección del cuerpo, una nueva oportunidad de existencia. Se trata de la transformación del significado y significante del artefacto.

Para comprender lo notable del acto, debemos hacer un inciso sobre el elemento de arranque creativo, pues las fotografías de las que hace uso la artífice son, básicamente, un documento, un contenedor codificado de información (en este caso familiar), un dispositivo portador en origen de una intrahistoria privada que se ha desvanecido por falta de reconocimiento social. Nos referimos, por lo tanto, a retratos familiares que antes de ser poseídos por Tatiana se han desconectado, emocionalmente, de su primigenio poseedor.

Así pues, la autora comienza un viaje que tiene su génesis en la adquisición de un objeto (una fotografía o elemento fotográfico) con forma física pero sin forma ideológica, es decir sin conexión primaria con un ser humano –y que vuelve a su origen gracias a la unión afectiva con ella misma–. Bajo esta reflexión inicia un recorrido a través de diferentes proyectos que tienen su nexo de unión en el mismo principio de su existencia: su recuerdo familiar, su «yo». Aquéllos pueden dividirse en dos vertientes claras (que se fusionan ideológicamente): los elementos intervenidos físicamente y los intervenidos ideológicamente. De este modo, en 2014 crea series como: Cinerarias, Dark clouds, Fuisteis yo, Los amantes velados, Nadameturbe, Past never goes, Past remains y Vidas cruzadas.

Tanto Cinerarias como Dark clouds presentan unas mismas intenciones, aunque con diferentes resultados. La alteración física de la pieza a través del fuego es el reactivo para componer una nueva realidad, su verdad. Cinerarias toma como base el ferrotipo, uno de los primeros procedimientos democráticos de la historia de la fotografía. Gracias a este tipo de recursos (el ferrotipo), la ciudadanía en general encuentra su representación en el mundo, su presencia histórica. Es por ello que la destrucción del soporte para una nueva construcción supone algo más profundo que la propia alteración natural del objeto. Sobre todo si tenemos en cuenta que la autora es consciente de que está transmutando la imagen matriz: la única pieza que existe con esa escenificación o cualificación interpretativa. Y es que el ferrotipo es un procedimiento de imagen directa, no hay negativo, él en sí mismo es un negativo, por eso el uso destructivo del original supone para Tatiana un acto íntimo.

En ese proceso depurativo con el fuego, el fotografiado (o lo que se representó en el ferrotipo) adquiere una nueva dimensión, área donde la idea de memoria social es alterada, es sobrepasada. Sin miedo, se muestra abiertamente la descomposición del ser humano, incluso con aspecto putrefacto, siempre con la intención de acercarnos a espacios de desvanecimientos corporales. La autora viene a afirmarse, a reafirmarse, en las nociones de evaporación del individuo, así como de la fragilidad de su propio yo.

Un sencillo acto demoledor, en este caso reflexionado, nos aparta conscientemente del uso indiscriminado (y sin criterio) del objeto creado para volver a crear. Y comienza a contarnos historias complejas con procedimientos sencillos y evidentes, narraciones que requieren de una descodificación correcta para ser entendidas.

Por su parte, Dark clouds nos conduce a la alteración básica de la naturaleza primaria de la fotografía, a una nueva recomposición del cuerpo. Cuando uno posee un negativo en cristal, tiene el molde, el origen de todo. En su poder está la posibilidad de la multiplicación de una imagen, hasta el infinito, por un procedimiento químico –esencia fundamental de la fotografía que cambió la percepción del mundo–. Este principio capital de lo fotográfico es alterado por esta artista de forma directa.

Es evidente que la transformación del original propicia, irremediablemente, un cambio de significado, por pequeña que sea la intervención en el mismo. En este caso, la artífice realiza un atentado violento en el que no se permiten treguas, y condiciona el negativo de partida a la mutación brutal que supone la aproximación de un cuerpo inflamable y maleable, de nuevo, al fuego. Así consigue una diferente realidad para la pieza que transgrede la lógica de lo fotográfico y nos introduce en territorios conceptuales en los que la razón de lo artístico no tiene normas establecidas.

Relacionada con las dos series anteriores, por su carácter transgresor del original, se encuentra Vidas cruzadas, serie compuesta por collages de fotografías de distintas procedencias. En esta ocasión, la autora trabaja directamente en las imágenes seccionándolas para poder relacionarlas y encontrar su nuevo lugar. Ésta es la razón por la que ejecuta un proceso doloroso de alteración del soporte primigenio y aplica cortes precisos, casi matemáticos, que facilitan la fusión de los mismos en un montaje destructivo-constructivo. Todo ello con la intención de entrelazar las diferentes vidas (imágenes) para construir una sola, una nueva resurrección.

Como sucede con las dos series anteriores, es una elección que imposibilita la vuelta atrás. Una vez tomada la decisión no se puede restablecer el original. En un momento en el que la conservación y restauración del patrimonio en general es una de las principales labores del hombre en los ámbitos culturales, Tatiana elige ir a contracorriente. En este sentido, es consciente de que sus intervenciones son definitivas, por lo que su elección es un acto arriesgado. Pese a ello, tiene que ejecutarlo para poder encontrarse, para poder continuar haciendo arte con su cuerpo, con su propio yo; para poder fotografiarse a sí misma otra vez.

Algo parecido a lo anterior sucede con Fuisteis yo. En este caso, la alteración de la imagen pasa por la desaparición de lo representado, exceptuando lo elegido por la artista (un simple detalle). Como norma, utiliza un positivo en papel, imagen que sufre las modificaciones precisas para convertirse en fragmentos de la propia Tatiana. Es un ejercicio complejo, no en su ejecución, sino en su significado. Una emulsión fotográfica, sea de la naturaleza que sea, es muy similar a la piel humana, es decir posee la propia historia de su existencia, es frágil y, por lo tanto, maleable. Son características que la artista conoce a la perfección y las aprovecha para cambiar el rumbo del propio objeto. Para conseguir sus propósitos la autora no duda en destruir el soporte primario con químicos que afectan a la imagen inicial, ya que tiene como intención resaltar el punto seleccionado que conecta con ella misma. Se trata de encontrarse en el retrato. Así, una mano o un ojo, de un ser desconocido, pueden ser los suyos propios; es la búsqueda de nosotros en los otros. La recuperación de lo perdido, de lo olvidado.

Relacionada con Fuisteis yo, por el tratamiento químico de los soportes, son sus series Past never goes by y Past remains, proyectos en los que la utilización de abrasivos para la alteración del original es una constante. Como en todo su trabajo, su fuerte formación le permite la aproximación a recursos artísticos del pasado, como por ejemplo el uso fusionado de los textos e imágenes. Y es que Tatiana sabe reciclar conceptos clásicos del arte para introducirlos renovados en sus piezas, en las que la escritura gana tanta importancia como la fotografía, pues la cualifica. Todo ello con la intención de conducirnos a esos espacios frágiles donde la realidad se transmuta –a la autora la intervención directa, a través del borrado de partes del soporte, le ayuda a componer su verdad–.

En Past never goes by la fotografía le sirve de base para transcribir su reencuentro personal en las cartas íntimas que la acompañan. Suelen ser textos privados, escritos en un lugar y tiempo remotos, de los que salva aquellas frases que la condicionan sentimentalmente: This certainly is a cold, cold night; Have a beautiful life; Past never goes by; o You are back with me. Oraciones que tatúa químicamente en fotografías para crear una obra compleja en la que la imagen y el texto, sin relación en origen, encuentran una analogía, un nexo en el que tener otra existencia.

En cuanto a Past remains, como su propio nombre indica, pone ante nuestros ojos, en forma de metáfora, lo que hemos sido y lo que dejaremos de ser. Tenemos que tener en cuenta que las imágenes nos representan como individuos autónomos: un retrato del pasado atestigua la existencia de un ser humano (ésta ha sido una de las grandes cualidades y aportaciones de la fotografía a la historia individual del hombre). Por lo tanto, ejercen como un testigo notarial en el tiempo. Pero, ¿qué sucede cuando la escenificación deja de tener una historia comprensible? Ésta es una de las cuestiones a las que nos invita a reflexionar la artista, junto a la gran pregunta que se activa cuando contemplamos una representación antigua de la que desconocemos su significado: ¿quién es el retratado, qué ha sido de él?

Pues bien, Tatiana nos plantea con este ejercicio que recapacitemos sobre la existencia, el devenir del hombre, el futuro –sobre nosotros mismos–. De nuevo, para hacerlo más próximo al contemplador, descodifica una serie de imágenes cotidianas y las convierte en un ejemplo iconográfico universal, patrón en el que todos podemos vernos; en un modelo tipológico que, incluso, poseemos en nuestros álbumes familiares. Así, son nuestros abuelos, nuestros padres, nosotros mismos los que allí estamos desapareciendo.

Algo distintas, en cuanto al tratamiento del objeto se refiere, son las series Nadameturbe y Los amantes velados. Dos ejercicios desiguales en los que Tatiana continúa reconstruyendo su propia biografía. Como en los trabajos anteriores, la fotografía continúa siendo el pilar esencial en el que soportar el estudio analítico de sí misma. En  Nadameturbe toma el «álbum familiar» como elemento físico para volver a contextualizarlo, a dotarlo del significado esencial que poseía en origen: el sentido de intimidad. Es por ello que la autora, tras una intervención meditada, lo inserta de nuevo en el mundo de lo privado, de lo secreto, ese espacio en el que sólo el propietario tiene derecho a conocer lo que contiene. Se trata de una vuelta de tuerca al proceso creativo para inducirnos a reflexionar sobre lo que esconde el interior del álbum sellado. De este modo, tras un ejercicio de despersonalización del propio objeto –le arranca la piel original (las cubiertas), dejando ante nuestros ojos su esqueleto, su estructura de madera– y el sellado de sus páginas (transformación sin retroceso), compone un nuevo artefacto que contiene en su interior imágenes, retratos que no pueden ser contemplados. Se produce, por lo tanto, un juego entre Tatiana y el espectador, un juego en el que el contemplador puede imaginar, e inventar, qué seres están representados, cómo son sus rasgos…, teniendo tan sólo, como clave de inicio, la pista de que tales composiciones encarnan simbólicamente a la propia autora.

A priori podría parecer un acto banal, pero no es así pues el álbum es un símbolo de posesión, de equiparación social, de coleccionismo del ámbito familiar y, sin embargo, como todo objeto obsolescente tiene fecha de caducidad. Ésta es la razón por la que de nuevo Tatiana reivindica para nosotros este tipo de objetos (como hace con la fotografía en general) y nos induce a cuestionarnos el devenir de nuestra existencia.

Por su parte, con Los amantes velados la artista nos conduce hacia la despersonalización del cuerpo, del elemento, gracias a la exposición de una fotografía cotidiana como pieza artística. Nos encontramos ante una labor sin manipulaciones físicas pero sí ideológicas: su extracción directa del mundo íntimo para ser ubicada en la pared expositiva cambia la vida de la imagen. En este caso, Tatiana elige unas escenas fotográficas que emulan la representación de una silhouette, luego son una falsificación de un procedimiento (toma como punto de partida a la fotografía como procedimiento capacitado para reinterpretar el mundo, para falsearlo). Con ellas nos estimula hacia la reflexión de la verdad y la verosimilitud, a la vez que continúa con su discurso general que tiene como trasfondo su propia presencia en el objeto elegido.

Tras todo lo expuesto, es evidente que el trabajo realizado por Tatiana Abellán apoya su ideología, más que en una apropiación, en un reencuentro de ella misma en el mundo, en los retratos, bajo la idea de que alguna vez, en la lejanía temporal, ya existió y por lo tanto le pertenecieron.