Encarnados

Miguel Ángel Hernández

 

Encarnado III, 2016.
De la serie “Encarnados”2015-2017.
Medidas: 55 x 38 cm
Impresión fotográfica sobre papel Hanhemühle PhotoRag Pearl

La obra de Tatiana Abellán se ha caracterizado desde un principio por una reflexión acerca de la corporalidad y permanencia de lo visible. El cuerpo, de un modo u otro, siempre ha sido una de las referencias centrales de sus imágenes: el cuerpo de la percepción –el ojo–, sus restos y fluidos –lágrimas, cabellos…– y, por supuesto, la piel –que, como sugería Paul Valéry, “es lo más profundo”–. Esa corporalidad también está presente de modo esencial en sus series de fotografías intervenidas, desde Fuisteis yo hasta Past remains. En ellas la artista hace palpable la materialidad de las imágenes: fotografías que se licuefactan, que sangran o que permanecen como huella. Un trabajo que opera siempre con la paradoja y la confrontación de contrarios: borrar para ver, tachar para resaltar, desmaterializar para enfatizar el espesor matérico de la imagen. Materia y memoria. Porque en el fondo, esa corporalidad de la imagen, esa obsesión por la (im)permanencia de lo visible, tiene que ver, en la obra de Tatiana Abellán, con una profunda reflexión acerca de la memoria, del recuerdo de los otros, y del modo en que los otros –y su memoria, o su olvido– construyen nuestra identidad.  Esas vías de trabajo –el cuerpo, la imagen y la memoria– se dan cita en Encarnados, un proyecto apenas mostrado y sobre el que la artista ha ido trabajando en los últimos años en segundo plano. Aquí la reflexión sobre la fugacidad de la memoria y la materia de las imágenes es llevada al propio cuerpo. La imagen, literalmente, se hace carne. Las fotografías encontradas se imprimen en la piel, que se convierte en una placa sensible y receptáculo de la memoria de los demás. La imagen es una quemadura. La imagen arde, quema, duele. La imagen del otro habita el cuerpo. Se convierte en memoria corporal. Y también allí, en el cuerpo, desaparece; se borra con el tiempo. Aunque jamás lo hace del todo. Queda en la memoria de las células. Invisible, pero presente. Porque la piel también tiene memoria. Y algo de esa imagen fugaz queda para siempre. Es una herida que no sana del todo. Una huella que acompaña. Una memoria in-corporada. En un momento, como el presente, en el que las imágenes nos rodean y, sin embargo, por saturación, han perdido la capacidad de afectarnos y conmovernos, llevar la imagen al cuerpo, imprimirla a fuego sobre la piel, es un intento de recuperar eso que Georges Didi-Huberman ha denominado “el fogonazo de lo visible”, la potencia de original de la imagen para quemarnos, soliviantarnos, despertarnos y hacernos actuar.